Guitarra. Argentina
Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana. 1999–2002
Autores
1. Ricardo Augusto Zavadivker
2, 3.1. Melanie Plesch
3.2. Héctor Luis Goyena
3.3. Irma Ruiz
1. Siglos XVI al XVIII
La historia de la guitarra en el actual territorio argentino está sujeta en sus comienzos a una documentación pobre, inconexa y de terminología ambigua. El término guitarra es empleado como genérico para designar cualquier instrumento de su familia. La única referencia sobre instrumentistas data de 1569: “Están en esta corte [Sevilla] dos mancebos hidalgos de Huesca, en Aragón, y valientes y buenos músicos de vihuela, y el uno extremado en cantar, tañer y danzar, que son Joan Andrés de Mendoza, hábil en la música, y Lorenzo de Salas” (Centenera, 1569), cuyo arribo al Río de la Plata no pudo ser confirmado. El panorama de este siglo se completa con dos datos de la provincia de Córdoba, donde se vendían en 1597 “82 trastes de cuerdas de vihuela” y en 1599 “cuatro mazos de cuerdas de vihuela” (Grenón, 1929).
La primera mención en el s. XVII es de 1608, donde se consigna “una guitarra de ébano negro”, y en ese año aparece citado por primera vez el discante (íbíd.) que, según Ruiz de Montoya, es una guitarra pequeña (Ruiz de Montoya, 1722) cuya ejecución rasgueada se documenta en Lima en 1632 (Carvajal y Robles, 1950). Sin embargo, los documentos más importantes provienen de las misiones jesuíticas guaraníes (30 pueblos: 15 en Argentina, 7 en Brasil y 8 en Paraguay). En una de las pinturas del artesonado de la iglesia de San Ignacio Guazú (Paraguay, ca. 1622), se observaun ángel tocando una guitarra de cinco cuerdas (Documentos de Arte… XX, lámina XXXV). Cantores con “vihuelas y chirimías” se citan en las cartas anuas de 1628 (Durán Maestrilli). También menciona vihuelas Ruiz de Montoya en su Conquista espiritual (caps. XXXIX y XLV). Otro testimonio iconográfico importante se encuentra en las pinturas de la cúpula de la iglesia de la Compañía de Jesús (Córdoba, ca. 1668), donde se ven cuatro ángeles con guitarras (Documentos de Arte… XII, láminas XXX, XXXII, XXXIII y XXXV). Francisco Xarque ofrece un dato sobre el acompañamiento de la danza: “Un niño de ocho años hará cincuenta mudanzas, sin perder el compás de la vihuela, o arpa, con tanto aire, como el español más ligero: soy ocular testigo” (1687, libro 3, cap. XVI).
En 1705 aparecen los primeros grabados de la guitarra en dos de las láminas realizadas por los indios misioneros para ilustrar la traducción al guaraní de la Diferencia entre lo temporal y eterno, de Juan E. Nieremberg. Son guitarras de cinco cuerdas, que se asemejan a la guitarra catalana de Amat y a otras hispanoamericanas populares actuales (Zavadivker, 1988). La función acompañante de la guitarra en la música religiosa misionera como así también en las danzas es descrita por el padre Cattaneo en 1730. Un testimonio escultórico único es el del ángel con guitarra proveniente de la reducción de la Santísima Trinidad (Paraguay, ca. 1744; Fridman, 1941). También se ocupa del acompañamiento de las danzas José Cardiel, quien menciona violines, arpas, cítaras, guitarras, bandolas y bandurrias (1747). En 1772 otro jesuita, Francisco Miranda, habla despectivamente del acompañamiento de la música religiosa en las ciudades de la provincia de Paraguay, donde participaba “alguna guitarrilla de mala muerte”. En los inventarios de los bienes de las misiones realizados tras expulsión de los jesuitas publicados por Brabo, se anotan vihuelas en varias oportunidades, pero una sola vez se lee guitarras. El gobemador Gonzalo de Doblas refiere que los jesuitas “no les permitían [a los indios] el tocar en sus casas guitarras ni otro instrumento, y menos el tener bailes caseros: en el día se les permite, aunque con bastantes limitaciones” (1785). De las provincias de Salta y Tucumán dejó dos interesantes testimonios Concolorcorvo (Alonso Carrió de la Vandera) en su Lazarillo de ciegos caminantes. En el primer caso dice que los peones cantan “al son de sus destempladas liras”, y en el segundo hay una descripción de los gauderios (gauchos), “que al son de la mal encordada y destemplada guitarrilla cantan y echan unos a otros sus coplas, que más parecen pullas” (1773, VI y VII). Juan Francisco de Aguirre y Félix de Azara, participantes de la comisión demarcadora de los límites entre las posesiones de España y Portugal, según el tratado de San Ildefonso (1777), cierran el s. XVIII. En su extenso Diario, Aguirre trae una sola referencia, cuando describe las estancias de Paraguay, semejantes a las del Río de la Plata, y en cuyo interior hay “alguna guitarra”. En contraposición, Azara brinda una interesante pintura del canto acompañado con guitarra en el interior de la pulpería (cap. XV). Ni abundantes ni explícitas son las referencias sobre la fabricación de guitarras en este período. En la citada obra de Grenón se mencionan guitarras de ébano (1608), de pino (1695, 1795 y 1798) y de sauce (1717). A dos jesuitas, Martín Dobrizholfer (1784) y José Jolís (1789), se les deben datos de interés. Dice el primero que los españoles usaban para pegar violines una cola hecha con la vejiga del bagre macerada y aguardiente (Historia, I, 436), que se infiere posiblemente se usaría para otros instrumentos, mientras que el segundo es el primero que habla de la manufactura de guitarras utilizando el caparazón del quirquincho como caja de resonancia (libro 3). Si bien se ha afirmado que Juan Antonio Ortiz (Cristóbal Pirioby) habría sido profesor de guitarra en Buenos Aires, la única relación que se ha podido establecer entre este músico oriundo de las misiones guaraníes y la guitarra es el hecho de que en su testamento, publicado por Roldán, figuran “tres guitarras nuevas, dos grandes y una chica” (Roldán, 1988, 45).
2. Siglo XIX
Durante este siglo la guitarra se encuentra presente en el territorio del Río de la Plata tanto en el ámbito rural como en el urbano, abarcando tres expresiones musicales diferentes que conllevan repertorios distintos. La primera de ellas pertenece al patrimonio cultural del habitante del campo y presenta elementos característicos de la tradición musical posteriormente denominada criolla, folclórica o rural tradicional. Ha sido profusamente documentada en los relatos de los viajeros, tales como Alcide d’Orbigny, quien señalaba hacia 1827 que “casi todos los hombres son músicos, puntean la guitarra y cantan tristes o romanzas” (1958, 202–5). La segunda expresión tuvo lugar entre las clases medias y altas del ámbito urbano. Se trata del papel cumplido por la guitarra como acompañante de canciones y danzas en salones, tertulias y serenatas, ampliamente documentado en los testimonios de viajeros y memorialistas. Por ejemplo, Alexander Gillespie, evocando su estancia en Buenos Aires durante la invasión inglesa de 1806, señalaba que en una oportunidad “la dueña de la casa, junto con otras damas nos divirtieron con algunos aires ingleses y españoles en la guitarra, acompañados por esas voces femeninas” (1921, 62). Por su parte, José A. Wilde recordaba que, en esos tiempos, “figuraban como buenos guitarristas un Trillo y un Robles; ambos enseñaban y muchas noches acompañaban a los jóvenes que querían dirigir sus endechas al tierno objeto de su amor” (1960, 198). La tercera expresión, denominada académica, fue cultivada principalmente por las clases altas del ámbito urbano e incluyó, durante la primera mitad del siglo, profesores, intérpretes y compositores de mérito. Se desarrolló bajo el signo de las tradiciones para guitarra imperantes en Europa, principalmente la hispana de Sor y Aguado y la italiana de Carulli y Carcassi. Ambas llegaron al Río de la Plata durante los años tempranos de la vida independiente, como consecuencia de las políticas culturales de inspiración liberal esgrimidas por los primeros gobiemos patrios. Arribaron entonces varios músicos profesionales, entre ellos los italianos Esteban Massini y Virgilio Rebaglio, quienes posiblemente hayan sido los introductores de la obra de Carulli y Carcassi en el medio rioplatense. Por su parte, las primeras referencias conocidas acerca de la obra de Sor y Aguado en el Río de la Plata datan de 1830. Es probable que en su introducción y difusión haya tenido un papel importante el poeta e intelectual Esteban Echeverría, quien regresó de Francia en julio de ese año (Plesch, 1993). Durante este período fueron compuestas en el área una gran cantidad de obras, predominantemente piezas breves, de carácter o de origen danzable, la mayor parte de las cuales se ha perdido. Es destacable que en esta etapa relativamente temprana de la presencia del instrumento en Argentina se escribieron y estrenaron dos obras para guitarra y orquesta, el Gran rondó de guitarra con acompañamiento de orquesta (1829), de Esteban Massini, y las Variaciones del cíelito (1842), de Nicanor Albarellos, ambas también perdidas. Se han conservado los dos valses para guitarra sola y la Cancion para voz y guitarra de Juan Pedro Esnaola; la Valsa firmada N. A. (¿Nicanor Albarellos?) y el Minué firmado Fernando M. Cordero (en realidad Femando Cruz Cordero), además de los Six divertissements pour la guitare de este último autor y los dos dúos ?rmados “El aficionado americano J. P. R.”, fechados en Buenos Aires en 1814. Existe además un cuaderno manuscrito fechado en 1853, de posible origen rioplatense, que contiene alrededor de 150 obras anónimas para guitarra.
Hacia mediados del s. XIX y ligada a la compleja problemática política y cultural del período rosista, se produjo un estancamiento en el cultivo de la expresión académica, debido principalmente a la emigración de sus más destacados exponentes: Albarellos, Echeverría y Salustiano Zavalía. Mantuvieron su vigencia la expresión propia del ámbito rural, que se proyectó asimismo sobre la ciudad, y la tradición urbana de acompañamiento de canciones y Serenatas.
La tradición académica recibió un nuevo impulso hacia la segunda mitad del s. XIX, a partir de la actuación de un grupo de guitarristas españoles emigrados entre 1860 y 1893, entre ellos Gaspar Sagreras, Carlos García Tolsa y Antonio Jiménez Manjón. Destacó además un argentino, Juan Alais, autor de las primeras obras de carácter nacionalista para guitarra que se conservan. Se advierten entonces características que reflejan la situación social del instrumento: ha perdido su categoría “de concierto” y se encuentra relegado a las tertulias y los recitales íntimos, habitualmente denominados “de salón”. El repertorio frecuentado entonces y la producción local reflejan asimismo estas características. Se encuentra así la obra de Arcas, Parga o Damas, como también numerosas transcripciones de fragmentos célebres de óperas y zarzuelas, y de melodías “de moda”. La creación local se orientó hacia las llamadas danzas de salón, tomando las estructuras formales y las características de dichas danzas para la composición de obras de un respetable virtuosismo instrumental (por ejemplo Pepita, polka de Alais, y La visita, vals de García Tolsa). El panorama se completa con algunas pocas piezas concebidas dentro de la tradición rapsódica filorromántica de fin de siglo (por ejemplo Una lágrima, “delirio” [síc], de Sagreras y Al fin solos, “sonata”, de García Tolsa) y una serie de obras basadas en especies folclóricas argentinas (por ejemplo Zamacueca y la güeya, op. 7, y El cielo, op. 2, de Alais), coincidentes con el afianzamiento del nacionalismo en el pensamiento local.
3. Siglo XX
3.1. En el ámbito académico
Durante las primeras décadas del s. XX se afianzó el proceso de profesionalización de la enseñanza y ejecución de la guitarra académica iniciado en los últimos años del s. XIX. Ello se evidenció a través del surgimiento y proliferación de academias de guitarra, y del incremento de los ciclos de conciertos, tanto de artistas europeos de prestigio como de intérpretes locales. En 1905 Julio Sagreras ‑hijo de Gaspar- fundó la Academia Sagreras y en 1923 Domingo Prat hizo lo propio con la Academia Prat, instituciones que tuvieron gran importancia en la formación de la siguiente generación de guitarristas argentinos. Otros establecimientos de prestigio fueron la Academia Tárrega, fundada en 1914 por Hilarión Leloup, la Academia Sinópoli, creada por Antonio Sinópoli, y la Academia de Guitarra de León Vicente Gascón. En 1910 se presentó por primera vez en el país el guitarrista catalán Miguel Llobet, quien causó honda impresión en el ambiente guitarrístico (Muñoz, 1930, 201 ss). Desde entonces numerosos virtuosos del instrumento visitaron regularmente el país, entre ellos Josefina Robledo (desde 1914) y Emilio Pujol (desde 1919). Especial mención merecen por su influencia en la formación del gusto del público de la época los conciertos de Andrés Segovia, quien ofreció su primer recital en Argentina el 4 de junio de 1920.
El factor de mayor significación en este país durante la primera mitad del s. XX fue sin duda la difusión de la llamada “Escuela de Tárrega”, junto con la posterior conversión casi masiva de los guitarristas argentinos a dicha escuela. Esto se debió fundamentalmente a dos factores: las visitas a Buenos Aires en giras de conciertos de varios de los más afamados discípulos de Tárrega, ya mencionadas, y el que se estableciera en el país el guitarrista catalán Domingo Prat. Este pedagogo causó una verdadera revolución en el medio local, hasta el punto de que numerosos profesores que ya habían establecido su academia y que contaban con una reputación importante concurrieron a sus clases a aprender esta nueva técnica que llegaba de España. Entre sus discípulos se contaron Consuelo Mallo López, María Esperanza Pascual Navas, Antonio Sinópoli, León Vicente Gascón, Irma Haydée Perazzo y la célebre María Luisa Anido, quien trascendió al ámbito intemacional.
Julio Sagreras fue uno de los pocos guitarristas locales que no condescendió a estudiar con Prat. No obstante, adoptó la Escuela de Tárrega y revisó sus principios técnicos de acuerdo con esta nueva tendencia (Sagreras, 1922, Prefacio). En 1934 fundó la Asociación Guitarrística Argentina, entidad de la que fuera el primer presidente. Esta institución aglutinó a la mayor parte de los guitarristas de entonces, editó una revista y realizó conciertos semanales durante más de treinta años, hasta su disolución hacia 1972–73.
El repertorio frecuentado entonces muestra una decidida predilección por las transcripciones, fundamentalmente tomadas del repertorio para piano clásico y romántico europeo. Poco era lo que se conocía en esa época del corpus original del instrumento, a excepción de la obra de Tárrega y algunas páginas célebres de Sor, Aguado y Carulli. Así, un conocido amateur y coleccionista se lamentaba, hacia 1940, de que “nadie cultiva hoy por sistema la escuela de los grandes guitarristas.
A lo sumo sus obras menores son un incidente en el estudio y uso actuales” (Tiscomia, 1948, 84). La producción local para guitarra de este período es sumamente abundante, debida a más de noventa compositores. Entre éstos destaca el fenómeno de los compositores-guitarristas (guitarristas sin formación profesional como compositores que no obstante escriben para su instrumento), que superan el número de sesenta. La estética que predomina es el nacionalismo, hallándose inscritos en esta tendencia autores tales como Abel Fleury, María Luisa Anido, Adolfo Luna, Justo Morales, Antonio Sinópoli, Gilardo Gilardi y Jorge Gómez Crespo. A este último pertenece una obra paradigmática del período, Norteña. Dentro de una línea que podría denominarse neorromántica se enmarca la producción de ciertos compositores que alcanzaron notoriedad entonces, tales como Federico Spreafico y Alfonso Galluzzo. Las tendencias de renovación del lenguaje que se encontraban ya presentes en el ambiente musical argentino apenas rozaron el medio guitarrístico, fundamentalmente a través del aporte de Juan Carlos Paz, quien incluyó la guitarra eléctrica en el conjunto instrumental de Tres contrapuntos, y de Esteban Eitler, quien compuso obras para guitarra sola (Melancolía, 1943; Sonatína, 1942) y para conjuntos instrumentales diversos que incluyen la guitarra (por ejemplo Divertimento 1943, para flautín, flauta, clarinete, clarinete bajo y guitarra, dedicada a Paz y estrenada en 1944).
La segunda mitad del s. XX muestra un panorama más complejo, en el que se superponen diversos enfoques sobre el instrumento y su repertorio. En primer lugar se evidencia la continuidad de la Escuela de Tarrega, mantenida a través de los discípulos de Prat y Anido. Entre los más conspicuos representantes de esta tendencia se encuentra María Herminia Antola de Gómez Crespo (1917), discípula de Justo Morales y Consuelo Mallo López (ambos a su vez discípulos de Prat), de gran trayectoria como concertista entre las décadas de 1930 y 1950, y como docente durante la segunda mitad del siglo. Por su parte, dentro de los discípulos de Anido destaca la figura de María Isabel Siewers (1950). En segundo lugar se encuentran las tendencias renovadoras, sustentadas por guitarristas que, partiendo de las premisas vigentes durante la primera mitad del siglo, las modificaron y reelaboraron, dando lugar a enfoques técnico-instrumentales y de estilo novedosos. Es el caso de Graciela Pomponio (1926) y Jorge Martínez Zárate (1923–93) por una parte, e Irma Costanzo (1937) por otra. Los esposos Martínez Zárate partieron de las enseñanzas recibidas en la cátedra de Guitarra del Conservatorio Nacional de Música, entonces a cargo de Anido. En contra de las limitaciones técnicas y, sobre todo, musicales que imponía la aplicación a ultranza de ciertos principios supuestamente inmutables (el “apoyando”), e idénticos para todas las anatomías (la característica posición de la mano derecha de los cultores de la Escuela Tárrega), Martínez Zárate propugnó la predominancia de “la lógica musical sobre la guitarrística” (Plesch, 1993), eliminando el toque apoyado de los arpegios, acordes y trémolos, los portamenti, y toda otra convención que no se correspondiera con la musicalidad intrínseca de las obras. De una capacidad pedagógica inigualada, la nómina de sus discípulos que integran el mundo internacional de la guitarra es extensa, abarcando nombres como Roberto Aussel, Emesto Bitetti, Miguel Ángel Girollet, Raúl Maldonado, Rodolfo Lahoz, Pablo Márquez y Osvaldo Parisi, entre otros. Irma Costanzo, por su parte, se formó originalmente con León Vicente Gascón, y recibió posteriormente las enseñanzas de Abel Carlevaro y Narciso Yepes. Su técnica se orientó hacia la búsqueda de una sonoridad potente. Si bien retuvo algunas características de la Escuela Tarrega como su predilección por el toque apoyado, las empleó con un criterio musical más estricto. Entre sus discípulos más destacados se encuentran Miguel Charosky y Dolores Costoyas.
Además de Buenos Aires, existen varios centros guitarrísticos de importancia en el interior del país. Es el caso de las ciudades de Santa Fe y Rosario, donde a la labor realizada durante la primera mitad del siglo por Lalyta Almirón, Celia Salomón de Font y Nelly Escaray, se sumó, a partir de 1949, el accionar progresista de los esposos Martínez Zárate, quienes fueron profesores de la cátedra de Guitarra de la Escuela de Música de la Universidad Nacional del Litoral hasta 1968. En la provincia de Entre Ríos, por su parte, actúan Walter Heinze, Héctor Farías, Eduardo Elías Isaac y María Cristina Balparda. En Mendoza tuvo una decisiva influencia Gladys Andreozzi, cuya labor continúan Cristina Dueñas y Cristina Cuitiño.
Gran importancia formativa tuvo el Seminario Intemacional de Guitarra de Porto Alegre (Brasil), coordinado durante varios años por Martínez Zárate, y que convocaba a profesores de diversas escuelas y tendencias. Un sistema de becas permitió la asistencia de gran cantidad de alumnos argentinos. A partir de 1976 se realizaron esporádicamente diversos seminarios de guitarra en Argentina. El primero fue el de Adrogué, en 1976, dirigido por Martínez Zárate. Siguieron los de Guerrero (1984), también dirigido por Martínez Zárate; Buenos Aires (1986–87), coordinado por María Gloria Medone y Daniel Cabrio; Los Cocos (1987–89), dirigido por Siewers; el Seminario Nacional de Guitarra de Victoria (Entre Ríos), coordinado por Balparda, que se realiza anualmente desde 1991, y el Encuentro Internacional de Guitarra, coordinado por Jorge Labanca, que se realiza en Mendoza desde 1992 y que desde 1993 lleva el nombre de Jorge Martínez Zárate en homenaje al maestro. Estos dos últimos seminarios aspiran a mantener una periodicidad ininterrumpida.
El repertorio frecuentado muestra el cambio registrado en materia estilística y en el gusto musical del medio guitarristico local. Las transcripciones continúan teniendo una presencia importante, pero han virado desde el repertorio para piano al de instrumentos considerados de mayor compatibilidad con la guitarra actual, tales como el laúd, la guitarra barroca y la vihuela. A finales del s. XX se empezó a sentir la tendencia generalizada ya en el resto del mundo hacia la interpretación de estos repertorios con instrumentos originales o réplicas, fundamentalmente a través del trabajo de Carlos Ravina, Dolores Costoyas y Eduardo Egüez. Dentro del repertorio original, la producción local ha sido importante y significativa. Autores tales como Roberto Caamaño, Alberto Ginastera, Carlos Guastavino y Gerardo Gandini han compuesto obras para guitarra, muchas de las cuales forman parte del repertorio internacional del instrumento. Entre ellas destacan la Sonata op. 47 de Ginastera, las tres sonatas para guitarra de Guastavino, el Concierto para guitarra amplificada y orquesta de Caamaño, y el Concierto para guitarra amplificada, cinta y orquesta de Gandini.
3. 2. En el ámbito rural criollo.
Durante la primera mitad del s. XX fue creciendo la popularidad de la guitarra en el campo. Testimonio de ello fue la gran variedad de temples que se utilizaban para ejecutar diversos géneros folclóricos. Carlos Vega documentó en las décadas de 1930 y 1940, en especial en las zonas del centro y este de Argentina, numerosas afinaciones a las que se les aplicaba nombres peculiares, entre las que se contaban: “por falso”, “por falso medio dos”, “por medio dos en fas”, “por medio tres” y “del diablo”. Con el correr de los años, la casi totalidad de esas afinaciones cayó en desuso. Aunque con menor vitalidad, la guitarra se encuentra vigente virtualmente en todos los ámbitos geográfico-culturales del país para la ejecución de música tradicional criolla, con excepción de la región de la Puna. En las provincias de Jujuy y Salta y partes de las de Tucumán y Catamarca, del ámbito noroeste, así como en el sudeste de la provincia de Tucumán y en las provincias de Santiago del Estero y Córdoba, del área central, forma parte de las orquestas campesinas junto con violín y bombo o bandoneón y bombo, aportando el acompañamiento rítmico-armónico de las danzas que se interpretan: zambas, gatos y chacareras. También acompaña, sola o en dúo, canciones criollas como la vidala y el estilo. En la región del nordeste (provincias de Entre Ríos, Corrientes y Misiones y partes de las de Santa Fe, Chaco y Formosa) se une con el acordeón y/o bandoneón y, excepcionalmente, con el arpa y el contrabajo, para ejecutar géneros como el chamamé, la polka, el rasguido doble y el valseado. En el ámbito pampeano (provincias de Buenos Aires y La Pampa y sur de la de San Luis), acompaña el canto de milongas, estilos y cifras como único instrumento. Finalmente, en la zona centro-oeste (provincias de San Juan y Mendoza y gran parte de las de San Luis y La Rioja) es donde su desempeño adquiere mayor relieve en la interpretación de tonadas, valses, cuecas y gatos. Se destacan conjuntos de dos, tres y hasta cuatro guitarras, en los que uno de los ejecutantes se desempeña como primer guitarrista, punteando con púa o plectro pasajes sumamente elaborados, poniendo de relieve, muchas veces, su virtuosismo; otra de las guitarras de la agrupación se afina una cuarta justa más grave, desenvolviéndose como guitarrón, para acompañar con rasgueo el punteo de los otros integrantes.
3. 3. En el ámbito aborigen
Cabe mencionar la guitarra de cinco cuerdas de la etnia mbyá, de filiación guaraní, cuya relación con las de los grabados de 1705 es pertinente. Se la llama mbaraká por extensión del término que designa al sonajero de calabaza. En los asentamientos de Argentina, el sonajero, cuya importancia como instrumento sagrado del hombre guaraní está suficientemente probada, ha sido desplazado gradualmente en los ritos tradicionales por esta guitarra, al punto que la mayor parte de los mbyá ya no recuerda el idiófono. Ambos coexisten entre los mbyá de Brasil. El número de cuerdas y su afinación distinguen este instrumento del adoptado por los criollos. Los clavijeros de los ejemplares artesanales antiguos tenían cinco orificios para igual número de clavijas, distribuidos en dos pares enfilados y otro, más arriba, al centro, que correspondía a la clavija de la tercera cuerda. También presentaban una protuberancia superior para colgar el instrumento. Posteriormente, a imitación de la guitarra de seis cuerdas, se le practicaron seis orificios, destinando uno para colgarlo. En etapas recientes es común que adquieran guitarras de fabricación urbana y reserven el lugar de la sexta cuerda para la función antedicha. Los datos históricos sobre la guitarra de cinco cuerdas simples son poco explícitos; los escasos testimonios existentes ya han sido mencionados. En cuanto a la época de arribo a la zona y de apropiación por los mbyá, es una incógnita difícil de develar. Aunque conocen muy bien las posibilidades técnicas de la guitarra, en su repertorio tradicional de carácter sagrado, especialmente cuando la ejecuta el líder religioso o su auxiliar, se rasguean las cuerdas al aire y se la sostiene en posición vertical, pues su función es fundamentalmente rítmica. En este caso, una afinación tipo sería: Do#4, La3, Mi4, La3, y Mi3. Para acompañar las danzas que se realizan delante del recinto en el que se desarrollan los rituales y que preceden a éstos, la cuarta cuerda no repite la afinación de la segunda, pues se afina un tono más arriba (Si3) y se alterna el rasgueo de las cuerdas al aire con el rasgueo de algunos acordes. En algunas danzas poco habituales también se utiliza el punteo, aunque limitadamente. La afinación puede variar entre una y otra aldea, pero la relación interválica es siempre la misma dentro de cada una de las funciones descritas.
Fuera de este caso peculiar, la guitarra no ha formado parte de las prácticas musicales de los aborígenes de Argentina. No obstante, desde hace décadas ocurren apropiaciones de danzas y canciones del repertorio nativista, incluso de países limítrofes, por parte de jóvenes de algunas etnias (toba y mbyá, por ejemplo) que gustan de músicas con guitarra que se propalan por radio, o que aprenden de los criollos en circunstancias de vecindad o de trabajo compartido, sin que ello haya influido en sus repertorios tradicionales. El cambio importante se produce con la inclusión del cordófono en los rituales de raíz pentecostal del área chaqueña, que adquirieron permanencia con la creación de la Iglesia Evangélica Unida por los toba, adoptada después por los mataco o wichí. En estos rituales, resultantes de la sustitución ideológico-religiosa y, por ende, musical que impulsaron las organizaciones protestantes, la guitarra y el bombo pasaron a constituirse en instrumentos básicos de los mismos, con los que se ejecutan géneros musicales del repertorio rural criollo con letras de contenido religioso. Véase ARGENTINA. I.